jueves, 21 de noviembre de 2013

Ponte lo que quieras

La adolescencia es dura, pero nos enseña lecciones muy importantes.


En la época que fue de los 12 a los 14 años —más o menos—, tuve una especie de fase rebelde en la que me volví en contra de cualquier cosa que tuviera que ver lo más mínimo con el hecho de haber nacido mujer. 

Llevaba siempre pantalones con deportivas o botas, excepto cuando tenía que ir a clase con la falda del uniforme —que supuestamente odiaba, aunque en el fondo he de confesar que me encantaba—, y el pelo recogido en una coleta tiesa y tirante. Me importaba un bledo la ropa, y odiaba ir de compras. No me depilaba, no me miraba al espejo. Reventaba sin miramientos cualquier grano —pequeño o grande— según lo detectaba, ya fuera en la frente, en el centro de la barbilla o en la punta de la nariz, y al día siguiente lucía sin tapujos el resultado de la carnicería, sin ocultar nada, hasta que se curaba por sí solo.

No me gustaba tener que arreglarme para ocasiones especiales, como Navidad o Nochevieja, cuando incluso llegué a ir en vaqueros, con una camiseta blanca bajo una camisa de cuadros abierta. Despreciaba todas las cremas y productos de maquillaje. Abrir el bolso de mi madre y encontrarme un pintalabios implicaba un gesto despectivo y condescendiente por mi parte. Mi pobre madre había caído en las garras de la industria cosmética. Como tantas otras incautas.

Tampoco quería saber nada de los chicos (al menos en teoría, porque a la hora de la verdad sí que me gustaba que me hicieran caso) y les repetía a mis padres, con mucha vehemencia y verdadera indignación, que no pensaba casarme nunca. Que yo era libre de hacer lo que me diera la gana y que nunca me iba a casar.

Podría decirse que esa fue la primera etapa mi edad del pavo. Luego, poco a poco, alrededor de los 15 años, fui entrando en una segunda fase, menos infantil y algo más turbulenta.

Sin darme cuenta, cambié. De repente quería poder salir a la calle con el pelo suelto, o hacerme una trenza. Quería ponerme un vestido en Nochevieja, o llevar una falda que no fuera la del uniforme. Poco a poco, le fui cogiendo manía a aquella camisa de cuadros, a los polos de manga larga. Empecé a llevar alguna pulsera, algún colgante, a untarme vaselina en los labios. Descubrí que los chicos eran normales y divertidos, que no suponían una amenaza y que no había motivo para estar a la defensiva por sistema. Los cambios fueron tibios al principio, hasta que una mañana, en la que me acababa de lavar la cabeza, decidí dejarme el pelo suelto y salir a la calle tal cual.

Fue entonces cuando me di cuenta de lo difícil que era para mí hacer algo tan sencillo como aquello. No me atrevía. Llevaba dos años sin quitarme la coleta, sin salir de casa peinada de otra forma que no fuera ésa. La edad era muy mala, y seguramente os parecerá una tontería, pero lo tenía tan arraigado y era tan parte de mí y de mi forma de ser, que se me hacía rarísimo cambiarlo. Era como si no fuera yo. No me sentía cómoda ni a gusto, e incluso me generaba un poco de ansiedad la idea de salir así a la calle. Pensaba que todo el mundo me iba a mirar, que me iban a decir cosas.

Aun así me obligué. Aunque la coleta me transmitía una sensación de seguridad, también estaba harta de ella  y realmente quería cambiar. Entonces no tenía ni idea, pero hoy sé que a eso se le llama “salir de tu zona de confort”. Al principio fue raro. Iba por la calle todo el rato con la sensación de que la gente me miraba, como si todo el mundo se estuviera dando cuenta del cambio, como si todos aquellos desconocidos con los que me cruzaba supieran que yo siempre, siempre, iba con coleta, y que hoy me había dado por no recogerme el pelo.

Eso duró un día. Al día siguiente ya me sentía como si hubiera llevado el pelo suelto toda la vida. Así fue como, poco a poco, día a día, fui librando pequeñas batallas conmigo misma. Unas veces ganaba y otras perdía, porque había veces en que finalmente me podía la presión y no me atrevía a hacer o llevar lo que realmente quería.

Durante un tiempo pensé que algo tan tonto y estúpido no le pasaba al resto de la gente, que el problema era exclusivamente mío, que era demasiado insegura y no tenía suficiente personalidad. Hasta que un día tuve una conversación con una amiga que me hizo ver que aquel problema era mucho más normal de lo que parecía. Ella siempre llevaba vaqueros; vaqueros, camiseta y deportivas, como un uniforme. Pero luego se fijaba en los vestidos de los escaparates, o en los que llevaban puestos otras chicas, y comentaba lo mucho que le gustaban. Yo le pregunté que por qué nunca llevaba vestido, y ella me contestó, con toda la sinceridad del mundo, que no se atrevía. Que le daba miedo que los chicos de clase se burlaran de ella si cambiaba su forma de vestir. Me di cuenta de que le pasaba lo mismo que a mí. No se vestía como realmente quería, sino como se lo imponían sus propios miedos e inseguridades, y la costumbre a la que estaba tan arraigada, y en la que se sentía a gusto y a salvo. 

No me malinterpretéis, no hay nada malo en llevar siempre vaqueros y camiseta, si eso es lo que realmente quieres. El verdadero problema está en no poder hacer o llevar lo que te gusta porque tú mismo no te lo permites, ya sea por miedo, acomodamiento o inseguridad. El cambio es complicado, pero a veces también muy necesario. Sobre todo si no te sientes cómodo con algo, si no estás siendo coherente contigo mismo y con lo que realmente deseas.

Igual has estado vistiendo de negro durante años, porque has tenido una fase gótica-siniestra, y eso está muy bien. Pero si llega un día en el que de repente te apetece ponerte un jersey con un arcoíris, o unas bailarinas con lacito azul, hazlo. Haz lo que te dé la gana. No te preocupes por qué dirán el resto de tus amigos góticos. Son tus amigos, lo entenderán. Las personas cambian, evolucionan con el tiempo, nuestros gustos y prioridades cambian con el paso de los años, a medida que vamos creciendo, madurando y conociéndonos mejor a nosotros mismos.

Está bien que tu color favorito sea el rosa y un día te dé por llevar unas botas de pinchos. O que te gusten los vestidos estilo Casa de la Pradera y también los leggins de cuero y las camisetas de chico, anchas y agujereadas. Si  te gusta, póntelo. No te te encorsetes en un estilo determinado si no es eso lo que quieres. Que no tengas que arrepentirte luego.


La vida ya es demasiado complicada de por sí, como para encima andar complicándola aún más con tonterías como ésta. Así que vístete para ti, para gustarte a ti, con lo que te haga sentir bien. Porque si no estás a gusto contigo mismo, tampoco lo estarás con los demás.

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