La adolescencia es dura, pero nos enseña lecciones muy importantes.
En la época que fue de los 12 a
los 14 años —más o menos—, tuve una especie de fase rebelde en la que me volví en contra de cualquier cosa que tuviera que ver lo más mínimo con el hecho de
haber nacido mujer.
Llevaba siempre pantalones con
deportivas o botas, excepto cuando tenía que ir a clase con la falda del
uniforme —que supuestamente odiaba, aunque en el fondo he de confesar que me
encantaba—, y el pelo recogido en una coleta tiesa y tirante. Me importaba un
bledo la ropa, y odiaba ir de compras. No me depilaba, no me miraba al espejo. Reventaba
sin miramientos cualquier grano —pequeño o grande— según lo detectaba, ya fuera
en la frente, en el centro de la barbilla o en la punta de la nariz, y al día
siguiente lucía sin tapujos el resultado de la carnicería, sin ocultar nada, hasta
que se curaba por sí solo.
No me gustaba tener que
arreglarme para ocasiones especiales, como Navidad o Nochevieja, cuando incluso
llegué a ir en vaqueros, con una camiseta blanca bajo una camisa de cuadros abierta. Despreciaba todas las cremas y productos de maquillaje. Abrir el bolso
de mi madre y encontrarme un pintalabios implicaba un gesto despectivo y
condescendiente por mi parte. Mi pobre madre había caído en las garras de la industria
cosmética. Como tantas otras incautas.
Tampoco quería saber nada de los chicos
(al menos en teoría, porque a la hora de la verdad sí que me gustaba que me hicieran caso) y les repetía a mis padres, con mucha vehemencia y verdadera
indignación, que no pensaba casarme nunca. Que yo era libre de hacer lo que me
diera la gana y que nunca me iba a casar.
Podría decirse que esa fue la
primera etapa mi edad del pavo. Luego, poco a poco, alrededor de los 15 años,
fui entrando en una segunda fase, menos infantil y algo más turbulenta.
Sin darme cuenta, cambié. De
repente quería poder salir a la calle con el pelo suelto, o hacerme una trenza.
Quería ponerme un vestido en Nochevieja, o llevar una falda que no fuera la del
uniforme. Poco a poco, le fui cogiendo manía a aquella camisa de cuadros, a los
polos de manga larga. Empecé a llevar alguna pulsera, algún colgante, a untarme vaselina en los labios. Descubrí que los chicos eran normales y divertidos, que
no suponían una amenaza y que no había motivo para estar a la defensiva por sistema. Los cambios fueron tibios al principio,
hasta que una mañana, en la que me acababa de lavar la cabeza, decidí dejarme el pelo
suelto y salir a la calle tal cual.
Fue entonces cuando me di cuenta
de lo difícil que era para mí hacer algo tan sencillo como aquello. No me atrevía.
Llevaba dos años sin quitarme la coleta, sin salir de casa peinada de otra forma que no fuera ésa. La edad era muy mala, y seguramente
os parecerá una tontería, pero lo tenía tan arraigado y era tan parte de mí y
de mi forma de ser, que se me hacía rarísimo cambiarlo. Era como si no fuera yo. No me
sentía cómoda ni a gusto, e incluso me generaba un poco de ansiedad la idea de
salir así a la calle. Pensaba que todo el mundo me iba a mirar, que me iban a decir cosas.
Aun así me obligué. Aunque la coleta me transmitía una sensación de seguridad, también estaba harta de ella y realmente quería cambiar. Entonces no tenía ni idea, pero hoy sé que a eso se
le llama “salir de tu zona de confort”. Al principio fue raro. Iba por la calle
todo el rato con la sensación de que la gente me miraba, como si todo el mundo
se estuviera dando cuenta del cambio, como si todos aquellos desconocidos con
los que me cruzaba supieran que yo siempre, siempre, iba con coleta, y que hoy
me había dado por no recogerme el pelo.
Eso duró un día. Al día siguiente
ya me sentía como si hubiera llevado el pelo suelto toda la vida. Así fue como,
poco a poco, día a día, fui librando pequeñas batallas conmigo misma. Unas veces ganaba y otras perdía, porque había veces en que finalmente me podía la presión y no me atrevía a hacer o
llevar lo que realmente quería.
Durante un tiempo pensé que algo
tan tonto y estúpido no le pasaba al resto de la gente, que el problema era
exclusivamente mío, que era demasiado insegura y no tenía suficiente
personalidad. Hasta que un día tuve una conversación con una amiga que me hizo
ver que aquel problema era mucho más normal de lo que parecía. Ella siempre
llevaba vaqueros; vaqueros, camiseta y deportivas, como un uniforme. Pero luego
se fijaba en los vestidos de los escaparates, o en los que llevaban puestos
otras chicas, y comentaba lo mucho que le gustaban. Yo le pregunté que por qué
nunca llevaba vestido, y ella me contestó, con toda la sinceridad del mundo,
que no se atrevía. Que le daba miedo que los chicos de clase se burlaran de
ella si cambiaba su forma de vestir. Me di cuenta de que le pasaba lo mismo que
a mí. No se vestía como realmente quería, sino como se lo imponían sus propios
miedos e inseguridades, y la costumbre a la que estaba tan arraigada, y en la
que se sentía a gusto y a salvo.
No me malinterpretéis, no hay
nada malo en llevar siempre vaqueros y camiseta, si eso es lo que realmente
quieres. El verdadero problema está en no poder hacer o llevar lo que te gusta
porque tú mismo no te lo permites, ya sea por miedo, acomodamiento o
inseguridad. El cambio es complicado, pero a veces también muy necesario. Sobre todo si no te sientes cómodo con algo, si no estás siendo coherente contigo mismo y con lo que realmente deseas.
Igual has estado vistiendo de
negro durante años, porque has tenido una fase gótica-siniestra, y eso está muy
bien. Pero si llega un día en el que de repente te apetece ponerte un jersey
con un arcoíris, o unas bailarinas con lacito azul, hazlo. Haz lo que te dé la gana. No te preocupes por qué dirán
el resto de tus amigos góticos. Son tus amigos, lo entenderán. Las personas
cambian, evolucionan con el tiempo, nuestros gustos y prioridades cambian con
el paso de los años, a medida que vamos creciendo, madurando y conociéndonos
mejor a nosotros mismos.
Está bien que tu color favorito
sea el rosa y un día te dé por llevar unas botas de pinchos. O que te gusten
los vestidos estilo Casa de la Pradera y también los leggins de cuero y las camisetas de chico, anchas y agujereadas. Si te gusta, póntelo. No te te encorsetes en un
estilo determinado si no es eso lo que quieres. Que no tengas que arrepentirte luego.
La vida ya es demasiado
complicada de por sí, como para encima andar complicándola aún más con tonterías como ésta. Así que vístete para ti, para gustarte a ti, con lo que te haga sentir bien. Porque si no estás a gusto contigo mismo, tampoco lo estarás con los demás.
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