En lo que a ropa se refiere,
siempre he sido de esas personas que piensan que está bien tener una o dos
cosas buenas, de esas que pasan a una segunda, e incluso una tercera
generación, y luego un montón de ropa de temporada. De esa que te sale tirada
de precio en las rebajas, o que compras de nueva temporada en un impulso, que
te pones durante toda la primavera, el verano y parte del otoño, guardas en una
caja durante el invierno, y ahí se acabó. Cuando vuelves a sacarla después de
unos meses resulta que ya no la ves con los mismos ojos. Ya no se lleva, o te
has comprado otras cuatro prendas similares que te gustan mil veces más. Pasan
los años y ya no te la vuelves a poner, por lo que más tarde o más temprano, a
veces hasta con un poco de pena, acabas dándole puerta. Otras veces la rescatas
y la sigues usando, después de algún tiempo, pero cada vez le salen más bolas,
cada vez se estiran más las mangas, y el color ya no es lo que era. Es ropa de
temporada, prendas que entran y salen de tu armario en un ciclo de pocos años,
a veces incluso meses. Durante un tiempo las tienes en rotación, te las pones
de vez en cuando, o les das muchísimo uso, pero sabes que no son la clase de
prendas que algún día podría heredar tu hija.
Siempre he sido muy de esa ropa.
De tener el armario atiborrado de cosas que luego nunca me pongo, que guardo
durante años y años ‘por si acaso’, con la esperanza de rescatarlas algún día
de las profundidades de la balda más escondida, sólo para descubrir, año tras
año, que cada vez que las veo me gustan menos. De ropa que no tiro por pena,
porque me trae recuerdos, de ropa que ya no me vale, pero que conservo con la
esperanza de volver a entrar en ella algún día, o por si vuelvo a engordar un
par de kilos. De ropa que no me pongo, sencillamente, porque no me veo con
ella, porque mi estilo ha cambiado, o porque he encontrado un reemplazo que me
gusta más. De ropa comprada por impulso y por capricho, porque en el momento me
gustó tanto que no pude resistirme y luego descubrí que no me funcionaba.
¿Nunca os ha pasado que se os mete algo entre ceja y ceja, un abrigo precioso,
por ejemplo, en un color que os encanta, que cuesta un poco caro, pero que
merece la pena, claro, porque no te lo piensas quitar en todo el invierno, y
luego resulta que te lo compras y no te acaba de encajar? Que si te corta la
circulación en los codos cuando doblas los brazos, que si el color no te va con
nada, que si no abriga lo suficiente, que si los bolsillos son demasiado altos,
o demasiado pequeños, o el forro se te queda pegado… y al final te acabas
poniendo el abrigo viejo de toda la vida, que te gusta mil veces más.
Menos mal que al revés también pasa. ¿Cuántas
veces habéis comprado algo de oferta en un mercadillo, el típico hallazgo
casual, al que no prestas especial atención, pero que está muy bien de precio y
te lo compras así, sin darle mayor importancia, por dos duros, y luego resulta
que es la típica prenda comodín que no te quitas, te la pones con todo y ocupa
un lugar destacado en tu armario durante años y más años? Qué maravilla cuando
eso pasa, qué sensación de dinero tan bien invertido.
En fin, a lo que iba. Que siempre
he sido de más que de menos. De ‘por si acasos’ y de ‘y sis’, y de ‘para qué
tener uno pudiendo tener tres’. Y el
resultado es que tengo el armario a reventar de cosas que no me pongo, o que me pongo de pascuas a ramos, con el
consiguiente caos y desorden que eso implica.
Uno piensa que por tener más ropa
lo tendrá más sencillo a la hora de elegir qué ponerse, y que no habrá
necesidad de darle vueltas a la cabeza tratando de reinventarse para no llevar
siempre lo mismo. Pensamos que tener mucha ropa nos ayudará en el día a día,
que nos evitará enfrentarnos al eterno dilema del ‘qué me pongo’, pero es mentira.
En realidad es todo lo contrario. Tener más ropa no ayuda en nada, más bien
desayuda. Cuanta más ropa tienes, peor. Te olvidas de su existencia, no te la
pones nunca, no la encuentras, y no tienes tiempo ni ganas de buscarla, con lo que te acabas poniendo lo primero que pillas.
-¿Qué me pongo hoy?-
Abrir el armario por la mañana, todavía medio dormida, sin tener
una idea clara de lo que te vas a poner supone estar más de cinco minutos con
la mirada perdida en el vacío y los plomos completamente fundidos, frente a una
vorágine abigarrada de telas de todos los estampados y colores, sin tener más
que una vaga idea que lo que habrá ahí dentro.
No sé si a alguien más le pasará esto, o si será que yo
tengo mala memoria, pero no recuerdo la ropa que tengo hasta que la veo, y como
el armario está tan lleno, realmente no veo nada. Así que la mitad de las cosas
se me olvidan.
Otras veces abro el armario con una idea clara de lo que me
quiero poner, o al menos sabiendo una parte de lo que me quiero poner.
-Ah, sí, la camiseta amarilla. La de cuadritos naranjas, que hace mucho que no la uso-
Pero saber qué es lo que quieres no es de mucha ayuda,
cuando ni siquiera sabes dónde está. Sí, dentro del armario, vale. Al menos ahí
estaba la última vez que lo viste. Pero ha pasado mucho tiempo desde entonces,
así que todo se basa en una suposición; la suposición de que seguirá donde lo
dejaste.
He llegado a tardar más de diez minutos en encontrar algo concreto
dentro de ese armario. Es como una cuarta dimensión sin fondo ni límites.
-Juraría que andaba por aquí...pero no... ah, sí, aquí está-
Otras cosas no las he encontrado nunca.
Otro problema que surge al tener
el armario tan lleno, es que siempre está desordenado. No importa que lo
ordenes y lo reordenes tan a menudo como sea posible. Al final, para sacar una
camiseta que está metida a presión al fondo de la balda, acabas removiéndolo y
desdoblándolo todo, sembrando el caos a tu paso.
Es un desastre.
Tener el armario lleno hasta los topes, no es ni
práctico ni funcional.
Hace poco salió publicado un estudio chorra de esos que
todos los medios online del tres al cuarto se hacen eco mediante la esforzada
técnica del copy-paste, que me llamó mucho la atención, porque simplemente
ponía en palabras algo que en el fondo todos sabemos. Decía que la mayoría de
las personas únicamente nos ponemos de forma regular el 20% de toda la ropa que
tenemos en el armario.
Y es que es normal. Al final lo que te acabas poniendo
en el día a día es lo básico, la ropa
más cómoda, la que mejor te sienta, la que te va con todo. Todo el mundo tiene
esas prendas de las que no se separa, tan importantes en el día a día para
articular el resto del armario a su alrededor. Puede ser ese jersey tan
calentito heredado de tu madre, esos vaqueros que son como un uniforme de
diario, esas botas tan, tan cómodas que llevarlas es como ir descalzo. Ese
vestido que combina con absolutamente todo y además te hace un tipín.
El 80%
restante, hace poco más que estorbar y quitarte espacio.
No nos damos cuenta, pero tenemos el armario lleno de ropa repetida, de ropa que no cumple una función específica porque ya tenemos otra prenda que cubre exactamente esa misma necesidad, y además lo hace mejor.
Este verano subí a pasar unos días a la sierra, y me llevé una maleta de mano con cuatro cosas. Metí rápidamente y sin pensarlo demasiado las prendas que más me había estado poniendo esos días: dos pares de sandalias, un pantalón largo fresquito, estilo pijamero, dos o tres camisetas, una camisa suelta, unos pantalones cortos de hilo y un par de vestidos. Con eso, me las arreglé genial durante un montón de días. Fue comodísimo, y muy liberador. Era super fácil decidir qué ponerme, e incluso hice algún experimento mezclando y combinando las cuatro cosas que tenía a mano, con lo que descubrí formas nuevas de llevar la misma ropa de siempre.
A lo que voy es que me he dado cuenta de que es mejor tener poca ropa que mucha. Cuando tienes pocas cosas lo tienes todo controlado y a la vista. Sabes lo que hay y con qué prendas cuentas, lo que lo hace todo mucho más sencillo. Sabes con qué combinar las cosas, y te ofrece muchas más posibilidades para experimentar y ser creativo con lo que tienes. Dominando el contenido de tu armario, es posible hacer algo parecido a este experimento que llevó a cabo Ruche: crear 30 indumentarias diferentes con sólo 13 prendas. Igual el ejemplo es un poco forzado, porque si os fijáis bien veréis que hacen un poquito de trampa, pero lo importante es quedarse con la idea, con el meollo de todo esto.
Una vez leí en algún sitio un experimento que estaría bien
poner a prueba, para ver hasta qué punto está bien aprovechado el espacio
disponible dentro del armario. El experimento en cuestión proponía, al hacer el
cambio de temporada, colgar todas las prendas dentro del armario con las
perchas orientadas en la misma dirección. Cada vez que sacaras alguna de ellas
para ponértela, debías volver a colgarla con la percha dada la vuelta. De esta
forma, al acabar la temporada, sólo tendrías que retirar todas aquellas prendas
a cuyas perchas no hubieras dado la vuelta. Porque si algo no te lo pones en
todo el invierno, o en todo el verano, entonces no merece la pena tenerlo en el
armario ocupando un espacio.
La idea me parece muy buena, la única razón por la
que todavía no la he puesto a prueba es lo desordenada que soy. Seguro que no
me saldría bien, porque nunca me fijo en la dirección en que cuelgo las
perchas.
Por lo pronto, voy a empezar por hacer un vaciado completo del armario, y tratar de sacar de ahí dentro todo lo que no funciona, siguiendo estas pautas tan, aparentemente, sencillitas:
- Si algo no te gusta, sácalo.
- Si algo no te sienta bien o no te acaba de convencer cómo te queda, sácalo.
- Si sólo lo guardas por pena o porque te trae recuerdos, sácalo.
- Si tienes otra prenda que cumple esa misma función, y además lo hace mejor, sácalo.
- Si no te lo has puesto en el último año, sácalo.
Ya os iré contando.
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