Tenía 7 años cuando murió mi
abuelo materno.
Recuerdo aquella noche como si
hubiera sido ayer. Estábamos viviendo temporalmente en casa de mis otros
abuelos, los padres de mi padre, porque nuestra casa —situada en la misma
calle, un poco más arriba— estaba en obras. Aquellos días veía poco a mi madre,
que se pasaba los días pegada al cabecero de la cama donde su padre se consumía
y se apagaba lentamente. Mi abuelo tenía cáncer, y le habían mandado a casa a
morir. No se podía hacer nada más.
Mi abuela paterna se ocupaba de
nosotros, de mi hermano pequeño y de mí. Nos levantaba por las mañanas, nos
preparaba el desayuno y nos llevaba al colegio. Por las tardes volvíamos a casa
y hacíamos los deberes. Mi abuelo y mi padre volvían a casa después de
trabajar, pero a mi madre casi no la veíamos. No solía cenar en casa. Si acaso
llegaba para darnos un beso antes de acostarnos.
No recuerdo cuánto tiempo duró
aquella situación. Puede que un par de meses. Quizá menos.
Una tarde de otoño mi madre
volvió a casa antes de lo acostumbrado. Cenamos todos juntos y se ocupó de
nuestros deberes y nuestros baños. Ya estábamos en pijama y listos para ir a
dormir cuando sonó el teléfono. Mi madre lo cogió en el cuarto de estar.
Recuerdo que escuchó en silencio
unos instantes y luego rompió a llorar. Nunca la había visto así; me impresionó mucho. Poco después se recompuso como
buenamente pudo, lo suficiente para explicarnos la situación y dejarnos
acostados, antes de marcharse corriendo a casa de sus padres. Aquella noche, a
mi hermano y a mí nos pusieron a dormir juntos en la misma habitación.
Mi abuela vino a arroparnos y nos
dijo que teníamos que intentar dormir. Pasé mucho rato sentada en la cama,
pensando en todo lo que había pasado. El abuelo se había muerto. Ya no iba a
volver a verle más... se había ido para siempre. Sabía que aquello era algo
terriblemente triste, y que así era como debía sentirme: muy muy triste. Se
suponía que tenía que llorar. Igual que mamá.
Pero no podía. No me salían las
lágrimas. No sentía dolor. Sabía que tenía que estar triste, pero no era capaz
de sentirme así. Por más que intenté obligarme, no fui capaz de derramar ni una
sola lágrima.
Al día siguiente les pedí a mis
padres que me llevaran con ellos al tanatorio. Pero dijeron que no, que un
tanatorio no era lugar para una niña de 7 años. Un día después, les pedí que me
llevaran al entierro. Tampoco lo consintieron. No me dejaron ir, ni a uno ni a
otro. Únicamente me llevaron a la misa funeral, una semana más tarde.
Aún hoy, después de 20 años, sigo
lamentando no haber podido estar allí, no haber podido despedirme. Ahora,
cuando miro atrás, pienso que era algo muy importante. Hace poco se lo reproché
a mi madre, le dije que ojalá me hubiesen dejado ir con ellos a despedir al
abuelo. Para mi sorpresa, me dio la razón. Porque, ¿sabéis? estaba en mi
derecho. Era su padre, pero también mi abuelo, y me correspondía, como su
nieta, el poder ir a decirle adiós. Y sin embargo, no me lo permitieron.
Fue con la mejor de las intenciones, con el fin de protegerme, eso está fuera
de toda duda. Pero no estuvo bien.
A los padres no debería darles
tanto reparo enfrentar a sus hijos con la realidad más cruda de la vida. Puede
que los niños no entiendan la muerte de la misma forma que los adultos. No son
capaces de experimentar el dolor y el sufrimiento de la misma forma que una
persona madura. Sin embargo, sí que son capaces de comprender el significado de
la despedida, de una separación definitiva de sus seres queridos, y ellos
también tienen derecho a decirles adiós cuando ese momento llega. Porque es un
momento crucial en sus vidas, que se quedará grabado a fuego en su memoria, y
que seguirán recordando durante toda su edad adulta.
Porque están en su derecho, pero
también porque no se puede proteger a los niños de la muerte. No tiene ningún
sentido. La muerte camina con nosotros, a nuestro lado, desde el momento mismo de nuestra concepción. Nunca
se es demasiado joven para morir, nadie está fuera de su alcance. Es cierto que,
por determinadas circunstancias, unos tienen más papeletas que otros, pero al
final, a la hora de la verdad, la muerte no hace distinciones.
Proteger a los niños de la muerte
es un error, porque ellos tampoco son inmunes a ella. Esconder la muerte, disimularla,
maquillarla, hacerles sentir completamente ajenos e inmunes a ella, todo ello únicamente conduce a un falseamiento, una distorsión de
la realidad que, aunque la intención sea protegerlos, no les hace ningún favor
y no les ayuda en nada. Más bien al contrario, a la larga les hará más daño. La muerte no puede ser un tema tabú, porque es una realidad intrínseca a la vida.
No se trata de asustarles, ni de obligarles a madurar antes de tiempo, sino, únicamente, de prepararles; de no ocultarles las cosas; de enseñarles la forma en que la vida funciona, y a asumirla tal y como es, con naturalidad. Es importante enseñar a los niños a mirar
a la muerte a los ojos, a saber que es una realidad con la que tendrán que
convivir durante toda su vida, a la que tarde o temprano tendrán que hacer frente. Porque, cuando por fin llegue ese momento, que llegará, cuantas más herramientas
dispongan afrontarlo con entereza y valentía, mejor.
No hay comentarios:
Publicar un comentario