viernes, 15 de noviembre de 2013

Sobreproteger de la vida y la muerte


Tenía 7 años cuando murió mi abuelo materno.

Recuerdo aquella noche como si hubiera sido ayer. Estábamos viviendo temporalmente en casa de mis otros abuelos, los padres de mi padre, porque nuestra casa —situada en la misma calle, un poco más arriba— estaba en obras. Aquellos días veía poco a mi madre, que se pasaba los días pegada al cabecero de la cama donde su padre se consumía y se apagaba lentamente. Mi abuelo tenía cáncer, y le habían mandado a casa a morir. No se podía hacer nada más.

Mi abuela paterna se ocupaba de nosotros, de mi hermano pequeño y de mí. Nos levantaba por las mañanas, nos preparaba el desayuno y nos llevaba al colegio. Por las tardes volvíamos a casa y hacíamos los deberes. Mi abuelo y mi padre volvían a casa después de trabajar, pero a mi madre casi no la veíamos. No solía cenar en casa. Si acaso llegaba para darnos un beso antes de acostarnos.
No recuerdo cuánto tiempo duró aquella situación. Puede que un par de meses. Quizá menos.

Una tarde de otoño mi madre volvió a casa antes de lo acostumbrado. Cenamos todos juntos y se ocupó de nuestros deberes y nuestros baños. Ya estábamos en pijama y listos para ir a dormir cuando sonó el teléfono. Mi madre lo cogió en el cuarto de estar.

Recuerdo que escuchó en silencio unos instantes y luego rompió a llorar. Nunca la había visto así; me impresionó mucho. Poco después se recompuso como buenamente pudo, lo suficiente para explicarnos la situación y dejarnos acostados, antes de marcharse corriendo a casa de sus padres. Aquella noche, a mi hermano y a mí nos pusieron a dormir juntos en la misma habitación.

Mi abuela vino a arroparnos y nos dijo que teníamos que intentar dormir. Pasé mucho rato sentada en la cama, pensando en todo lo que había pasado. El abuelo se había muerto. Ya no iba a volver a verle más... se había ido para siempre. Sabía que aquello era algo terriblemente triste, y que así era como debía sentirme: muy muy triste. Se suponía que tenía que llorar. Igual que mamá.

Pero no podía. No me salían las lágrimas. No sentía dolor. Sabía que tenía que estar triste, pero no era capaz de sentirme así. Por más que intenté obligarme, no fui capaz de derramar ni una sola lágrima.

Al día siguiente les pedí a mis padres que me llevaran con ellos al tanatorio. Pero dijeron que no, que un tanatorio no era lugar para una niña de 7 años. Un día después, les pedí que me llevaran al entierro. Tampoco lo consintieron. No me dejaron ir, ni a uno ni a otro. Únicamente me llevaron a la misa funeral, una semana más tarde.

Aún hoy, después de 20 años, sigo lamentando no haber podido estar allí, no haber podido despedirme. Ahora, cuando miro atrás, pienso que era algo muy importante. Hace poco se lo reproché a mi madre, le dije que ojalá me hubiesen dejado ir con ellos a despedir al abuelo. Para mi sorpresa, me dio la razón. Porque, ¿sabéis? estaba en mi derecho. Era su padre, pero también mi abuelo, y me correspondía, como su nieta, el poder ir a decirle adiós. Y sin embargo, no me lo permitieron. Fue con la mejor de las intenciones, con el fin de protegerme, eso está fuera de toda duda. Pero no estuvo bien.

A los padres no debería darles tanto reparo enfrentar a sus hijos con la realidad más cruda de la vida. Puede que los niños no entiendan la muerte de la misma forma que los adultos. No son capaces de experimentar el dolor y el sufrimiento de la misma forma que una persona madura. Sin embargo, sí que son capaces de comprender el significado de la despedida, de una separación definitiva de sus seres queridos, y ellos también tienen derecho a decirles adiós cuando ese momento llega. Porque es un momento crucial en sus vidas, que se quedará grabado a fuego en su memoria, y que seguirán recordando durante toda su edad adulta.


Porque están en su derecho, pero también porque no se puede proteger a los niños de la muerte. No tiene ningún sentido. La muerte camina con nosotros, a nuestro lado, desde el momento mismo de nuestra concepción. Nunca se es demasiado joven para morir, nadie está fuera de su alcance. Es cierto que, por determinadas circunstancias, unos tienen más papeletas que otros, pero al final, a la hora de la verdad, la muerte no hace distinciones.

Proteger a los niños de la muerte es un error, porque ellos tampoco son inmunes a ella. Esconder la muerte, disimularla, maquillarla, hacerles sentir completamente ajenos e inmunes a ella, todo ello únicamente conduce a un falseamiento, una distorsión de la realidad que, aunque la intención sea protegerlos, no les hace ningún favor y no les ayuda en nada. Más bien al contrario, a la larga les hará más daño. La muerte no puede ser un tema tabú, porque es una realidad intrínseca a la vida.

No se trata de asustarles, ni de obligarles a madurar antes de tiempo, sino, únicamente, de prepararles; de no ocultarles las cosas; de enseñarles la forma en que la vida funciona, y a asumirla tal y como es, con naturalidad. Es importante enseñar a los niños a mirar a la muerte a los ojos, a saber que es una realidad con la que tendrán que convivir durante toda su vida, a la que tarde o temprano tendrán que hacer frente. Porque, cuando por fin llegue ese momento, que llegará, cuantas más herramientas dispongan afrontarlo con entereza y valentía, mejor.

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